El nacimiento de Coel, parte 1

Todo empezó con unos tacos. Mi hermana había venido de visita a México después de más de dos años de no vernos. La pandemia nos había mantenido lejos físicamente, aunque la tecnología nos permitió seguir en contacto. En ese tiempo yo todavía trabajaba como profesor, impartiendo clases en preparatoria. Para esa semana el semestre ya había terminado y había tenido unos días libres, pero justo al día siguiente tocaba empezar la planeación del siguiente ciclo y eso implicaba que tendría que ir a la escuela nuevamente.

Ese domingo yo habría preferido comer hamburguesas, un antojo que suelo darme cuando requiero motivación. Pero mi hermana eligió comer tacos, desde luego. No solo tenía dos años que no nos veíamos, también llevaba ese tiempo sin probar los famosos tacos de nuestro pueblo. Porque en Montreal también se consiguen, pero no es lo mismo sin la sazón de la mugre de nuestras tierras y el sagrado sudor del taquero. Todavía me pregunto si las cosas hubieran resultado de manera similar de haber elegido un menú distinto ese día.

El lunes por la mañana me disponía a salir al trabajo, pero había pasado una mala noche por un malestar en el estómago. El evento comenzó mientras preparaba mis cosas justo antes de salir de la casa. Hipo. El hipo parece ser algo inofensivo, incluso gracioso. Se le suele relacionar con los borrachos y los niños. O con la película de Cómo entrenar a tu dragón. Uno nunca espera que dure más de un par de minutos.

Aguanté la respiración. Pareció detenerse y seguí preparándome. Volvió casi de inmediato. Un hipo testarudo, pensé, no hay razón para preocuparse. Tomé agua, pero no surtió efecto. Me espanté yo solo viendo que se me hacía tarde, pero tampoco funcionó. Un retortijón me obligó a visitar el baño una vez más antes de salir de casa. Vaya retortijón que resultó ser. Definitivamente se me había hecho tarde.

Le escribí a mi jefe para solicitarle que me permitiera conectarme a la junta de manera remota, una de esas ventajas que nos había dejado la pandemia. Durante toda la junta siguió el hipo, pero todavía no me parecía alarmante, en ese momento me preocupaba más lo que estaba pasando con mi estómago.

Pero no se detuvo en todo el día. Probé casi todos los remedios caseros que encontré, y digo casi todos porque hubo dos que o no me atreví a probar o no contaba con la ayuda adecuada para intentarlo. Los primeros remedios eran los más conocidos. Dejar de respirar, que ya había probado sin éxito. Luego intenté con el vaso de agua fría, que tampoco funcionó. Respirar en una bolsa tampoco surtió efecto. Tomar agua de cabeza, casi muero en el intento, pero tampoco fue una solución. Que me hicieran reír o me asustaran tampoco dio resultados. Para ese momento ya empezaba a desesperarme, pero los últimos dos remedios eran demasiado… poco ortodoxos. El primero consistía en tener un orgasmo, que claro, uno podría intentarlo solo con el pretexto de que se tiene que quitar el hipo, al final cualquier pretexto es bueno para eso, pero no era una opción disponible después de un día entero con hipo y con el estado en el que se encontraba mi estómago. El segundo era todavía más peculiar: Introducir un dedo en el ano. Supongo que después habría que buscar el botón de emergencia para resetear todos los sistemas del cuerpo y todo se habría solucionado, pero por más desesperado que estuviera no estuve dispuesto a probarlo, y menos con la diarrea que tenía. Ningún otro remedio había funcionado y no quería perder la dignidad con más intentos, unos días después sería lo único que me quedara (me refiero a la dignidad).

Después de tres días de hipo terminé perdiendo el sueño y el apetito, pero dejaré esa parte del relato para la siguiente semana, si es que todavía les apetece leerme. Si les da hipo mantengan la calma y cuélguense de una puerta (con las manos, no del cuello). En esos días aprendí que es el remedio más efectivo, aunque a mí solo me sirviera por unos minutos. Los espero en la siguiente entrada… de este blog, no del dedo.

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