Su puerta se abrió en medio de la noche. El picaporte dio un golpe seco contra la pared y las voces del pasillo entraron cabalgando sobre gritos en la habitación. Los párpados de la niña se abrieron tanto que parecía que sus ojos iban a escapar y su boca se cerró con tal fuerza que podía sentir que su mandíbula crujía.
Una lámpara en la sala emitía la única luz que iluminaba la casa esa noche. Un par de sombras se proyectaban contra la pared que quedaba justo frente a su puerta. La figura más grande se torcía sobre la más pequeña moviendo las manos como si quisiera destruirla, la figura pequeña parecía querer estirarse, se defendía y se agitaba con violencia.
Su padre caminaba de un lado a otro sin dejar de gritar palabras que ella tenía prohibido decir. Tomaba cosas de aquí y de allá y las arrojaba a una maleta que ya contenía más cosas de las que podía aguantar. Su madre lloraba de rabia y se apretaba los puños contra el cuerpo mientras gritaba otras palabras que tampoco le era permitido usar.
Ambos se pararon un momento frente a la puerta. Su padre decía que quería despedirse de la niña, su madre decía que no lo permitiría. Él gritaba que era su derecho, ella que un hombre así no tenía derecho a acercarse a una niña tan pura e inocente. Luego más gritos, palabras de adultos que ella no comprendía.
Las figuras se convirtieron en sombras. La puerta de la calle se abrió, el ruido de una maleta derramando su contenido sobre la habitación, más gritos. Pasos pesados dentro y fuera de la casa. Cosas golpeándose en la habitación de sus padres. El ruido de un motor. Llantas rechinando. El grito de un vecino. Más voces que se escuchaban como susurros desde la sala. La puerta de la calle cerrándose. Silencio.
La niña se aferró a sus cobijas. Buscó a su oso de peluche, pero no estaba junto a su almohada. Al moverse, las lágrimas que se habían ido juntando en sus ojos le escurrieron por toda la cara. Se quedó inmóvil un rato, sentía que debía llorar, pero no podía. Necesitaba a su oso. Comenzó a buscarlo entre las cobijas y debajo de la cama, pero no estaba ahí. De pronto lo vio tirado boca abajo. Estaba atrapado entre la cama y el buró. Pensó que debía estar aterrado y estiró el brazo para alcanzarlo. Las lágrimas no dejaban de escurrir de sus ojos y alcanzaron el lomo del oso.
Cuando logró tomarlo lo llevó hasta su lado y se metió debajo de las sábanas. Lo abrazó con toda la fuerza que tenía y supo que estaba tan asustado como ella pues estaba lleno de lágrimas. Se reconfortaron el uno al otro, se prometieron ser valientes y salieron de la habitación tomados de la mano. Caminaron hasta la sala, la puerta que daba a la calle estaba entreabierta y podían escuchar varias voces susurrando. Su madre estaba afuera hablando con los vecinos.
Decidió sentarse en el sillón y prender la televisión. Un hombre estaba hablando sobre la aspiradora más maravillosa del mundo, capaz de deshacerse de toda la mugre y alcanzar los lugares más difíciles. Se preguntó si podría llevarse las lágrimas y hacer que todos fueran felices de nuevo.
Su madre entró en la sala y cerró la puerta detrás de ella. Se le acercó y la abrazó con la misma fuerza con la que ella había abrazado a su oso hace un rato. El oso quedó atrapado en medio de las dos, no podía dejar de llorar.
La niña preguntó por su padre. Su madre le contestó que él no volvería esa noche. Luego preguntó que cuándo volvería, su madre le dijo que debían ir a dormir. Esa pregunta sería respondida años después con una carta de un hombre que se disculpaba por su ausencia y hablaba de orgullo con palabras vacías.