La quitapenas

Fue un impulso que todavía no logro comprender lo que me llevó a hablarle a esa mujer que estaba parada en la esquina. Mentiría si dijera que no sabía a qué se dedicaba, pues resultaba obvio. Me dijo el precio sin rodeos. No supe qué hacer.

“No hago descuentos”. Me dijo.

Saqué la cartera frente a ella. Diría que ese fue mi primer error, pero en realidad se trataba del tercero. Mientras escogía los billetes, para pagarle la cantidad que había dicho, su rostro cambió rápidamente de un evidente hastío a una pícara sonrisa.

Nunca había hecho algo como eso, así que la llevé al único lugar que conocía: mi casa. Al entrar le ofrecí algo de tomar. Ella esperó a que yo tomara primero y dijo que no tomaría nada hasta que yo fuera en la segunda copa. Yo ya llevaba varias antes de notar que ella seguía con la primera.

Le conté toda mi vida, como si se tratara de una de esas muñequitas quitapenas que tanto le gustaban a mi abuela. No sé en qué momento me quedé dormido.

Cuando desperté mi casa estaba vacía. En otras circunstancias me hubiera sentido desconsolado, pero en esos momentos solamente podía sentirme tranquilo y feliz porque se había llevado todas mis penas con ella… ya no había nada en ese lugar que pudiera traerme malos recuerdos.

Lágrimas de felpa

Su puerta se abrió en medio de la noche. El picaporte dio un golpe seco contra la pared y las voces del pasillo entraron cabalgando sobre gritos en la habitación. Los párpados de la niña se abrieron tanto que parecía que sus ojos iban a escapar y su boca se cerró con tal fuerza que podía sentir que su mandíbula crujía.

Una lámpara en la sala emitía la única luz que iluminaba la casa esa noche. Un par de sombras se proyectaban contra la pared que quedaba justo frente a su puerta. La figura más grande se torcía sobre la más pequeña moviendo las manos como si quisiera destruirla, la figura pequeña parecía querer estirarse, se defendía y se agitaba con violencia.

Su padre caminaba de un lado a otro sin dejar de gritar palabras que ella tenía prohibido decir. Tomaba cosas de aquí y de allá y las arrojaba a una maleta que ya contenía más cosas de las que podía aguantar. Su madre lloraba de rabia y se apretaba los puños contra el cuerpo mientras gritaba otras palabras que tampoco le era permitido usar.

Ambos se pararon un momento frente a la puerta. Su padre decía que quería despedirse de la niña, su madre decía que no lo permitiría. Él gritaba que era su derecho, ella que un hombre así no tenía derecho a acercarse a una niña tan pura e inocente. Luego más gritos, palabras de adultos que ella no comprendía.

Las figuras se convirtieron en sombras. La puerta de la calle se abrió, el ruido de una maleta derramando su contenido sobre la habitación, más gritos. Pasos pesados dentro y fuera de la casa. Cosas golpeándose en la habitación de sus padres. El ruido de un motor. Llantas rechinando. El grito de un vecino. Más voces que se escuchaban como susurros desde la sala. La puerta de la calle cerrándose. Silencio.

La niña se aferró a sus cobijas. Buscó a su oso de peluche, pero no estaba junto a su almohada. Al moverse, las lágrimas que se habían ido juntando en sus ojos le escurrieron por toda la cara. Se quedó inmóvil un rato, sentía que debía llorar, pero no podía. Necesitaba a su oso. Comenzó a buscarlo entre las cobijas y debajo de la cama, pero no estaba ahí. De pronto lo vio tirado boca abajo. Estaba atrapado entre la cama y el buró. Pensó que debía estar aterrado y estiró el brazo para alcanzarlo. Las lágrimas no dejaban de escurrir de sus ojos y alcanzaron el lomo del oso.

Cuando logró tomarlo lo llevó hasta su lado y se metió debajo de las sábanas. Lo abrazó con toda la fuerza que tenía y supo que estaba tan asustado como ella pues estaba lleno de lágrimas. Se reconfortaron el uno al otro, se prometieron ser valientes y salieron de la habitación tomados de la mano. Caminaron hasta la sala, la puerta que daba a la calle estaba entreabierta y podían escuchar varias voces susurrando. Su madre estaba afuera hablando con los vecinos.

Decidió sentarse en el sillón y prender la televisión. Un hombre estaba hablando sobre la aspiradora más maravillosa del mundo, capaz de deshacerse de toda la mugre y alcanzar los lugares más difíciles. Se preguntó si podría llevarse las lágrimas y hacer que todos fueran felices de nuevo.

Su madre entró en la sala y cerró la puerta detrás de ella. Se le acercó y la abrazó con la misma fuerza con la que ella había abrazado a su oso hace un rato. El oso quedó atrapado en medio de las dos, no podía dejar de llorar.

La niña preguntó por su padre. Su madre le contestó que él no volvería esa noche. Luego preguntó que cuándo volvería, su madre le dijo que debían ir a dormir. Esa pregunta sería respondida años después con una carta de un hombre que se disculpaba por su ausencia y hablaba de orgullo con palabras vacías.

Canción rota

Esta mañana se rompió el frasco donde guardaba mi canción favorita.

Pude escucharla una última vez mientras se escapaba entre los vidrios rotos. He pasado toda la tarde tarareando la canción para no olvidarla. Una y otra vez la canto en mi cabeza, intento mantener cada nota en su lugar, igual a la primera vez que la escuché. Tengo miedo de salir de mi habitación, temo que si escucho por accidente alguna otra melodía me haga olvidarla.

Quisiera poder preservar la canción de alguna manera. Quisiera que una mosca viniera y atrapara las notas que han quedado dispersas en el aire, para luego tocarlas con sus alas. Hasta que una araña se la comiera y luego tocara la canción con su telaraña hasta que se rompiera y la canción volara nuevamente. Quisiera que un ave se comiera la canción esparcida en el viento y viniera a cantarla todas las mañanas en mi ventana, hasta que se lo comiera un gato y el gato maullara la canción todas las noches en la acera frente a la casa. Y que luego el gato cantara la canción una última vez, susurrándola en mis oídos mientras me quedara dormido por última vez antes de abandonar la vida.

Me niego a pensar que la canción pudiera perderse para siempre, mantengo la ventana cerrada con la esperanza de que las notas aún estén por ahí, en el aire de mi habitación. Intentaría encender el ventilador para que tocara las notas, pero me temo que están desordenadas, y escucharlas así podría hacerme olvidar el orden correcto.

Ha empezado a anochecer y empiezo a olvidar pequeñas frases de la canción. Tengo miedo, creo que si me quedo dormido la olvidaré. Me aterra la idea de no volver a escucharla nunca. Desesperado comienzo a caminar en la habitación, agitando las notas. Por accidente puse el pie descalzo sobre uno de los vidrios rotos y me he cortado. Una de las notas había quedado atrapada debajo del vidrio y pude sentir como se metía entre el corte y se colaba en mi piel hasta llegar a mi sangre. Ahora cada vez que pasa por mi corazón puedo escuchar la nota.

Ahora que he encontrado un método para guardar las notas he tomado los vidrios de mi cuarto, algunos guardaban notas como el primero. Mi corazón empieza a tocar fragmentos de la canción con cada corte. Aquellas notas que revoloteaban en el aire se han pegado a mi piel al escuchar los acordes que suenan con cada latido. He cortado mi piel con los vidrios para permitirles entrar.

La canción está casi completa. Mi corazón interpreta las notas con un placer singular. Cada vez suena más lento, más pausada. Como si mi corazón quisiera darle espacio a cada nota y a cada acorde para que pudieran quedar grabados en él.

Realicé el último corte con una perfección implacable a pesar de la poca fuerza que quedaba en mis dedos. Escuché la canción completa otra vez, y después de eso volvió a empezar desde el principio, cada nota dura más que la anterior, cada vez la canción se vuelve más lenta. Escuchándola así no logro entender por qué me gustaba tanto, es un sonido deprimente. Si la canción sonara más rápido, tal vez volvería a gustarme, me gustaría escucharla otra vez, como la escuché la primera vez. Pero eso no volverá a pasar.

El ser en la jungla

No recuerdo los motivos que me llevaron a escapar de casa.

Tal vez un enfado, posiblemente el sentimiento de asfixia provocado por la interminable rutina. Una imperiosa necesidad de buscar la respuesta a una pregunta que nunca se hizo. Ahora estaba perdido en medio de la jungla que, con el paso de los años, había recuperado su dominio sobre la ciudad. Aún podían adivinarse las formas de los edificios y los vehículos que habían quedado sepultados por la vegetación. Cosas que nunca conocí realmente y que solo he visto en videos viejos en la biblioteca.

Alguna vez este lugar se llenó con ruidos de diversos motores y el bullicio de voces que se mezclaban sin armonía. Ahora solo existen los murmullos de la jungla, el zumbido incesante de los insectos, los eventuales cantos de las aves y el tranquilizante sonido del viento empujando a la vegetación. Esa orquesta tenía un efecto hipnótico que pronto me hizo olvidar los motivos que me habían llevado hasta ahí.

Cientos de ojos me vigilaban desde el anonimato que proporcionaba la maleza, todas esas presencias pendientes de mi torpe andar en el terreno irregular, pero había un par de ojos que me seguían con una particular curiosidad. El dueño de esos ojos pareció olvidar toda precaución que se le debe a un extraño, el sonido de las hojas secas crujiendo detrás de mí confirmó que la figura estaba apenas a unos pasos de distancia. Pude escuchar su respiración justo antes de darme vuelta y encontrarme de frente con la criatura.

No puedo calcular el número de pensamientos que arremetieron contra mí cuando nos encontramos frente a frente, sin embargo, la mezcla de terror y asombro que me provocaba aquel ser me impedía llegar a una conclusión clara. El parecido entre nosotros resultaba imposible de ignorar, ciertas palabras que alguna vez leí surgieron de entre mis recuerdos, “a nuestra imagen y semejanza”.

Cuando su dedo me tocó quise poder llorar. Nos parecíamos tanto que sentí la inmediata sensación de responder a tal gesto, pero el asombro me impidió hacerlo. Sin embargo, había algunas diferencias que me inquietaban todavía más. La primera es que la criatura estaba cubierta de pelo casi en totalidad, la segunda era la proporción de sus extremidades, pues sus brazos eran más largos que los míos y sus piernas más cortas; y la última es que ese ser respiraba.

De pronto dio la vuelta y se perdió nuevamente en la espesura de la jungla, el sonido de unos pasos detrás de mí lo había asustado.

Te he estado buscando por todas partes, dijo mi hermano cuando llegó junto a mí. He visto a un humano, he conocido a nuestros creadores, le dije posando mis ojos sobre él. Los humanos están extintos, ese era un orangután. Me respondió esbozando una sonrisa mientras dábamos vuelta para regresar a casa.