La fábrica de tabiques
Era un domingo soleado y, como todas las semanas, era el día de visitar la granja de sus abuelos. Su padre manejó por el bien conocido camino. Durante el viaje jugó con su hermana a contar carros rojos, mientras que su madre cantaba junto con las canciones del radio.
Finalmente llegaron a la granja más allá del lago. La casa de los abuelos. Ahí estaba su abuela, recibiéndolos con su sonrisa sin fin, sostenía una gallina en sus brazos, era un día especial y esa gallina había sido elegida de entre las otras para convertirse en la cena.
Cuando bajaron del auto hubo ese acostumbrado temblor en el piso. Era Rambo, el gran danés que venía a saludar, y detrás de él estaba Tatú, su eterno compañero, quien era un pequeño terrier. Ambos estaban felices de verlo y se lo demostraron con sus saludos babosos.
Su abuelo se encontraba en su taller de arte, dentro de la gran construcción que se erguía en medio del campo rojo. El edificio había sido una fábrica de tabiques, pero ahora todo lo que quedaba de aquellos días era la arcilla roja.
Sus tíos y sus primos llegaron más tarde. Sus tíos fueron con sus padres a la cocina para preparar la cena. Sus primos se llevaron a su hermana a recoger las verdolagas que crecían detrás de la fábrica. Pero él tenía solamente cinco años y, como siempre, lo dejaron solo.
Todos los domingos eran una nueva aventura para él. Encontrar a los topos en sus hoyos, huir de las serpientes, jugar con los guajolotes y las gallinas. Pero había algo que nunca podía dejar pasar. Como todas las semanas fue al carrizal que estaba a un lado de la fábrica y tomó uno de los carrizos. No era una espada lujosa para un caballero, pero funcionaba.
De pronto se detuvo. La puerta de la fábrica estaba abierta. Él nunca había visto el interior del edificio, los mayores siempre hablaban de lo peligroso que era entrar ahí. Tenía prohibido entrar. Pero tenía su carrizo, era un caballero y estaba preparado para enfrentar cualquier cosa que se encontrara adentro. Así que entró en la fábrica de tabiques.
Había polvo rojo en todas partes, trató de no toser, pero era inevitable. Siguió caminando mientras veía los rayos de la luz del sol que se colaban por las ventanas. El lugar parecía un castillo abandonado, pero no estaba abandonado, alguien o algo lo estaba observando.
Preparó su carrizo y dio la vuelta. No estaba listo para ese encuentro. Ante él había algo enorme. Era más grande que cualquier otra cosa que hubiera visto. Tenía el cuello largo, como el de una jirafa. Su cuerpo y su cabeza estaban cubiertos por una tela teñida de rojo por el polvo. Tembló ante el dragón. Sabía que su carrizo no sería útil contra semejante enemigo, así que lo arrojó y corrió.
Se había fallado a sí mismo como caballero, pero no llevaba una brillante armadura y no tenía escudo, tal vez eso sería excusa suficiente y no sería expulsado de la orden de los caballeros.
Después de probar con varios cuartos cerrados finalmente encontró un refugio, el taller de su abuelo. Su abuelo estaba ahí, pintando un cuadro de un gallo en la cima de un cerro. Su abuelo dejó a un lado su pincel y lo abrazó mientras preguntaba qué hacía un niño tan pequeño solo en ese lugar. Pero no había tiempo para explicar, el dragón estaba detrás de la puerta.
Su abuelo no se sorprendió con el descubrimiento del dragón. Le explicó que desde hace muchos años había dejado de ser peligroso. No se había movido desde que la fábrica había cerrado. Se llamaba Grúa, y lo habían abandonado porque era muy viejo, así como lo habían dejado a él por ser demasiado joven.
Que bonita historia …me hizo reir con el final 🙂
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